Fotografía del Diario de Jerez

El nombre de la Virgen era María (Lc 1, 27)

Queridos Hermanos sacerdotes:

Miembros del Cabildo Catedral, Vicario de evangelización, Director espiritual de la Hermandad de la Estrella, clero diocesano y religioso;

Diáconos y seminaristas, acólitos.

Querido Hermano Mayor de la Hermandad de la Estrella, Hermano Mayor de la Hermandad de la Santa Cena, Junta de gobierno y miembros de la de la Ilustre y Lasaliana Hermandad y Cofradía de Nazarenos de Cristo Rey en su Entrada Triunfal en Jerusalén, Nuestra Señora de la Estrella y San Juan Bautista de la Salle.

Querido Vicario General y Hermanos de las Escuelas Cristianas, Profesores y alumnos de la familia lasaliana.

Querida Delegada Diocesana de Hermandades y Cofradías, cargos de la Curia Diocesana, Presidente y miembros de la Unión de Hermandades de Jerez, representantes de las Hermandades y Cofradías de Nuestra Diócesis y de otras Diócesis.

Estimada Sra. Alcaldesa, Diputada Nacional, Presidenta de la Diputación Provincial, Vicepresidenta del Parlamento de la Junta de Andalucía, miembros de la Corporación Municipal, Presidencia y Directiva de la Academia de San Dionisio, Autoridades municipales y autonómicas, judiciales y académicas, militares y de las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado.

Hermanas y hermanos todos en el Señor.

“¿Qué quedará de todo esto?” Al cumplirse el décimo aniversario de la clausura del Concilio Vaticano II, en 1975, los obispos de la Conferencia Episcopal Alemana invitaron al profesor de teología Joseph Ratzinger, que había sido perito conciliar, a ofrecer un balance sobre la recepción del último concilio ecuménico de la Iglesia Católica. El futuro Benedicto XVI planteó en su intervención esa atrevida pregunta: “¿Qué quedará del Concilio Vaticano II?”. Acudiendo a las enseñanzas de la Historia de la Iglesia, ofreció una respuesta llena de lucidez: “Del Concilio -respondió Ratzinger- quedarán sus santos”. De los grandes acontecimientos de la historia de la Iglesia quedan sus frutos de santidad. Cuando nos disponemos a coronar la Imagen bendita de la Virgen de la Estrella, tanto tiempo esperada y con tanto esfuerzo y cariño preparada, es fundamental preguntarnos por su continuidad: “¿Qué quedará de la coronación de La Estrella?” Evocando la respuesta certera de Ratzinger, permitidme contestar con las palabras del apóstol san Pablo: lo que uno siembre, eso cosechará (Ga 6, 7). De la siembra abundante de esta celebración, de los preparativos y de los compromisos aquí adquiridos, quedarán sus frutos de santidad.

La familia lasaliana ve el origen de la advocación mariana de la Estrella en la revelación recibida por el monje benedictino Rogerio en el año 1060. Desalentado por no saber cómo impulsar la tarea evangelizadora, este monje recibió en sueños la respuesta a sus oraciones: “en el lugar donde veas caer una estrella, fijarás tu morada y levantarás una capilla dedicada a la Virgen María”. Al despertar del sueño, una estrella dirigió sus pasos hasta Monteburgo, en la Normandía francesa, donde levantó la capilla y junto a ella una Abadía, dedicadas a la Virgen, invocada por monjes y lugareños con el nombre de Nuestra Señora de la Estrella. Unas décadas después, San Bernardo de Claraval, en uno de sus más tempranos sermones, hará popular el título de Estrella para invocar a María Santísima. Como el monje Rogerio, San Bernardo encontró en la Virgen María la luz que permite orientar nuestros pasos en la noche de este mundo: «Si se levantan los vientos de las tentaciones, si te ves arrastrado contra las rocas del abatimiento, mira la Estrella, invoca a María» (Serm. II, 17). A partir de 1938 la Congregación Lasallista toma a su cargo la Abadía y el Santuario, y, al cumplirse el noveno centenario de su fundación, en 1960, lleva a cabo la coronación pontificia de Nuestra Señora de la Estrella, siendo declarada Reina, Madre y Patrona Universal de las Escuelas Cristianas. Dos años después, en 1962, se incorporará la imagen de Nuestra Señora de la Estrella como titular mariana de la entonces joven Hermandad de la Borriquita de Jerez.

    Ese año 1962 se abrió el Concilio Vaticano II y, al cumplirse el décimo aniversario de su clausura, a la vez que el teólogo Ratzinger anunciaba la pervivencia del Concilio en sus frutos de santidad, el Papa San Pablo VI llamaba a renovar el compromiso evangelizador acudiendo a María Santísima como Estrella de la evangelización: «Así como en la mañana de Pentecostés, Ella presidió con su oración el comienzo de la evangelización bajo el influjo del Espíritu Santo, así también Ella es la Estrella de la evangelización siempre renovada que la Iglesia, dócil al mandato del Señor, debe promover y realizar, sobre todo en estos tiempos difíciles y llenos de esperanza» (Exhortación Ap. Evangelii nuntiandi [8.12.1975] 82).

    Cuando la Iglesia nos está llamando por la voz de los últimos Papas a impulsar una renovada etapa evangelizadora, volvemos a poner nuestra mirada en la luz radiante de La Estrella que es María para llevar a todos la alegría del Evangelio. Pido al Padre de las misericordias que la coronación canónica de la Virgen de la Estrella se convierta en un hito evangelizador en la Ciudad de Jerez y en nuestra Diócesis de Asidonia-Jerez, para que al invocar a María se renueve en todos el firme propósito de una conversión sincera que nos lleve a dar testimonio valiente de Cristo Rey.

    El resplandor de La Estrella que es María se reconoce en la Palabra divina que se proclama viva en la Liturgia. De Ella, que se reconoce la esclava del Señor, aprendemos la obediencia de la fe, sin la cual no hay evangelización: hágase en mí según tu palabra (Lc 1, 38). Y la Palabra, en esta mañana luminosa, nos regala tres orientaciones fundamentales para renovar la tarea evangelizadora.

    El profeta Zacarías anuncia la alegría de la hija de Sión porque el Rey viene humilde, en una borriquita, trayendo la paz a las naciones (cf. Zac 9, 9.10). Cuando el terror de nuevas guerras dañan atrozmente nuestro mundo, la palabra profética nos muestra el camino de la paz: el Rey cabalga modesto, la paz se instaura desde la pequeñez y la humildad. Que se alegre María en este día al ver a sus hijos convertidos en portadores de paz. Honremos a La Estrella con un corazón reconciliado, que se deja perdonar por el amor misericordioso del Rey humilde, Jesucristo Nuestro Señor. Pidamos al Señor, por intercesión de María, el don de la paz para nuestro mundo y crecer haciéndonos niños de modo que florezca la justicia y la paz (cf. Sal 71).

    San Pablo centra el esfuerzo de nuestros trabajos y proclama la motivación última de la tarea evangelizadora: Cristo tiene que reinar (1 Cor 15, 25). Aparquemos nuestros protagonismos y soberbias, y dejemos a Cristo ser Rey: de nuestras vidas y relaciones personales, de nuestras leyes e instituciones, de las familias y de la educación. De forma diáfana lo ha afirmado el Papa Francisco cuando al inaugurar el Sínodo que se está celebrando en la Ciudad del Vaticano ha dicho que «el objetivo principal del Sínodo es volver a poner a Dios en el centro” (Hom. 4.10.23). Miremos la Estrella e invoquemos a María, para que Cristo reine.

    El evangelista san Lucas, en fin, nos deja en el relato de la anunciación el remedio para el desaliento, el consuelo para el llanto, el secreto para la esperanza, el motivo para el gozo, el bálsamo para el corazón herido y el fuego para mantener siempre ardiendo el amor: El nombre de la Virgen era María (Lc 1, 27). Que siempre esté en nuestros labios y llevemos grabado en el corazón el Dulce Nombre de María. «Que nunca se cierre tu boca al nombre de María… Si ella te sostiene, no te vendrás abajo. Nada temerás si te protege; si te dejas llevar por Ella, no te fatigarás; con su favor llegarás a puerto», declaraba San Bernardo en el recordado sermón.

    Para que la coronación canónica que estamos celebrando sea un verdadero hito en el impulso misionero, es necesario alimentar la devoción a Nuestra Madre con la escucha de la Palabra de Dios, meditada y llevada a la vida en la comunión de la Iglesia, lo cual implica hacer de la entrega a María el modo concreto de vivir. La vida nueva que Cristo nos ha alcanzado se manifiesta en el ejercicio simultáneo de cuatro acciones inseparables y constitutivas: creer, celebrar, vivir y orar. Ser en todo y siempre de María significa entonces creer según el ejemplo e intercesión de la Santísima Virgen, celebrar tomando parte en los misterios de la fe con sus mismas actitudes, vivir en Cristo mediante la entrega solícita y generosa al estilo de la Sierva del Señor en amor a los demás, especialmente a los más necesitados, y orar como Ella y con Ella meditando en el corazón.

    ¿Qué quedará de todo esto? Quedará siempre la luz bendita del Salvador que resplandece en La Estrella, para que al mirarla invoquemos a María. Quedará la Estrella, quedará María: El nombre de la Virgen era María (Lc 1, 27).

    ¡Nada sin María! ¡Todo con Ella!

+ José Rico Pavés

Obispo de Asidonia-Jerez